Es la más sureña, de las peninsulares, en el club de Ciudades Patrimonio de la Humanidad, con todos los tópicos que ello conlleva. Durante mi última visita quise dar una vuelta al discurso clásico para ver la ciudad a través del fluir del agua, muy presente en todas las culturas que hicieron de Córdoba, siglos atrás, la ciudad más poderosa y culta del mundo.
Abluciones. Allahu Akbar, Allahu Akbar… La cantinela del almuédano llama a oración a los fieles que empiezan a llegar a la mezquita. Tras haber practicado las pertinentes abluciones, serán más de 40.000 los que ocupen cada rincón, cada espacio entre columnas, cada centímetro del patio de los Naranjos. Corre el siglo X, la época en que la ciudad conoció su máximo esplendor alcanzando el millón de habitantes. Hay que tener en cuenta que grandes metrópolis de hoy, como Londres o París, apenas contaban con el mismo número de habitantes que los congregados en la mezquita de Córdoba a la hora de los rezos. Hoy los fieles han sido sustituidos por turistas, que llegan en masa a un lugar realmente especial. En todas mis visitas a Córdoba he procurado entrar en la mezquita –no me acostumbro a llamarla catedral, su personalidad es de mezquita y punto– antes de las 10 de la mañana, cuando la entrada es gratuita aprovechando el horario de misa. Lentos paseos entre las columnas, mil detalles nuevos descubiertos y la única compañía de mi última lectura. Los siglos han dado la razón al encastrado, casi con palanca, del templo cristiano en el interior del musulmán. Eso salvó al bosque de columnas para que pudiera llegar hasta nuestros días, ese engarce permitió al retablo intentar competir en belleza con el mihrab. En vano.
Decepción. ¿Capital Cultural del 2016? Agua. A una ciudad que ha sido capital del mundo en dos ocasiones le debería quedar pequeña una capitalidad cultural. Pero a nadie le amarga un dulce y la controversia con la designación dejó un mal sabor de boca en la antigua plaza fuerte de la Bética romana. La agenda, no obstante, ni se ha inmutado. Durante todo el año encontramos festivales de música, danza y teatro; espectáculos ecuestres, música para todos los gustos, cine a la fresca, noches de flamenco y espectáculos nocturnos de luz, sonido y agua que visten de gala a la Mezquita-Catedral y al Alcázar de los Reyes Cristianos. Y luego está mayo, el mes en que la ciudad muestra sus patios repletos de primavera. Córdoba se gusta en su faceta más coqueta, vive en la calle porque el calor, que tomará por asalto la ciudad en pocas semanas, todavía le da frescas treguas.
Guadalquivir. Dicen que hubo un tiempo en que el río bajaba negro debido a la sobrepoblación de esturiones. Dicen también que su curso era navegable hasta Sevilla. Ya ni peces ni barcas, pero el río sigue dando carácter a la ciudad. Al encanto del Guadalquivir se rindieron grandes poetas, como el cordobés Luis de Góngora con sus elitistas latinajos. La estampa clásica de la ciudad se obtiene desde el otro lado del puente Romano, junto a la torre de la Calahorra. El puente, de esa época, tan solo guarda el nombre; si acaso los cimientos escondidos bajo las aguas. La última rehabilitación le ha dado un aspecto aséptico, quitándole toda esperanza de volver a parecer romano. Los adoquines todavía daban el pego, pero esa pátina de cemento que a ciertas horas del día perece rosa… La vista tropieza, casi incómoda, con el nuevo Centro de Visitantes, uno de esos edificios pendientes de que vuelvan las vacas gordas para dotarlo de contenido. Menos mal que nos queda el arcángel San Rafael, custodio de la ciudad al que los cordobeses le profesan devoción. Una vela, una breve oración o el hecho de santiguarse sin detenerse; es raro el local que pasa sin realizar gesto alguno ante la estatua. Menos atención se le presta a los Sotos de la Albolafia, bajo el puente, con una variedad de avifauna inusual para un espacio de tan solo dos hectáreas. Más allá, tras el puente de Miraflores, el río se retuerce y va dejando atrás la ciudad. (Continuará…)